lunes, 22 de febrero de 2016

Las viejas escuelas rurales, por Joaquín Mª Boneta

El año 1943 fue un año forzosamente sabático para mis estudios. Había aprobado en Madrid el primer curso de ingeniería, pero los desatinos que nuestra precaria situación económica me habían obligado a realizar en mi alimentación, acabaron en un desarreglo digestivo tan intenso, que los dos médicos a los que me llevó mi madre tan pronto llegué a Estella opinaban que de ninguna manera volviera para estudiar el segundo curso en las mismas condiciones.
Así pues, no hubo más remedio que permanecer en Estella a lo largo de todo el curso siguiente tratando de mejorar mi dolencia, y ocupando mi tiempo en lo que buenamente podía con objeto de no caer en una grave inanición.
Allá por el mes de abril, mi buen amigo, Javier Echeverría, me comunicó la noticia de que los que teníamos el bachiller completo, con Reválida, podíamos obtener el título de “Maestro Nacional” a través de un examen de 10 asignaturas características de tal profesión. Y me proponía que nos presentáramos como aspirantes. Yo lo dudé, pero teniendo en cuenta la oscuridad que veía en mi porvenir a causa de la enfermedad, consideré que nada me estorbaba esta titulación si es que podía conseguirla.
Se nos plantearon inmediatamente dos dudas fundamentales. La primera era que ambos compartíamos el mismo padecimiento en nuestra economía y era preciso hacerse con los libros necesarios. La segunda se concretaba en que el decreto anunciador de aquella posibilidad había salido en octubre, estábamos en abril, y los exámenes se celebraban en junio. Para conseguir los  indispensables libros se nos ocurrió solicitar ayuda a dos amigas estellesas que habían cursado con éxito estos estudios: María Cruz Eguaras y Celia Mauleón. Ambas, con gran amabilidad, nos prestaron todos en partida doble salvo la “Historia de la pedagogía” del que no conseguimos más que un ejemplar. Ello no fue obstáculo insalvable porque Javier y yo acordamos que cada uno dispondría del mismo tres días  a la semana y todo era cuestión de echarle un mayor tiempo de estudio que a los demás. Así pues, ya teníamos resuelto el primer problema. El segundo, claro, ya era cosa nuestra. El tiempo era corto, pero, decididamente,  los dos aceptamos el reto.
Sin embargo, no todo era cuestión de estudio, porque una de las asignaturas que deberíamos preparar se denominaba “Prácticas escolares” y, por lo que nos decían las que había pasado la prueba, ésta consistía en la explicación de un tema determinado a un conjunto de niños que simulaban una clase en el examen. Como preparación a estos efectos deberíamos, previamente, asistir a una escuela oficial y compartir las tareas con el Maestro correspondiente.
Con objeto de poder cumplir esta disposición, acudí a mi buen amigo, Andrés Arguiñáriz, que regía la escuelita de Arbeiza y que se ofreció a acogerme todo el tiempo que deseara para analizar el desarrollo de sus enseñanzas.
Para mí, ajeno por completo a las labores del magisterio rural, aquella etapa resultó un paréntesis extraordinariamente curioso y divertido de mi vida. Como en aquellos tiempos, la propiedad de un automóvil se hallaba a infinita distancia de nuestras posibilidades –y de las de mucha gente -, Andrés y yo hacíamos los trayectos hasta Arbeiza en nuestras indispensables bicicletas. Andrés vivía en el cogollo del Estella viejo, mientras nuestra residencia se hallaba en la Plaza de Santiago. Así pues, hacia las ocho y media de la mañana, yo lo esperaba ya preparado en la puerta de mi casa, y ambos, emparejados, emprendíamos una sugestiva marcha hacia Arbeiza embebidos en las delicias del  candor de la mañana, y disfrutando de la infinita pureza del aire y de la paz que imperaba en el ambiente.
Había entrado ya el mes de mayo y la primavera dejaba ver sus encantos por todos los rincones. Los campos se engalanaban llenos de promesas, y las flores silvestres dejaban adivinar su presencia anegando el aire con sus mejores aromas. A lo largo de nuestro camino reinaba un profundo silencio, sólo embellecido por el canto de los pájaros mañaneros, y la andadura, ligera pero sin urgencias ni apremios, nos producía aquel gozoso regalo de energías que siempre sentíamos en nuestra juventud.
En el trayecto, de vez en cuando, nos cruzábamos con alguna tardana lechera que llevaba su mercancía a Estella; en general, las lecheras eran gente muy madrugadora que solíamos encontrar con sus borriquillos en las salidas tempraneras de nuestras excursiones.
Al llegar a la altura de Zubielqui, tomábamos a la izquierda la derivación que lleva hasta Arbeiza; cruzábamos, siempre con sumo cuidado, la vía del ferrocarril, que tenía su indicación de “Paso sin guarda”, e inmediatamente, después de una ligera cuesta arriba, alcanzábamos la puerta de la escuela en la que ya esperaban todos los niños y niñas que acudían a ella. Hoy, empleando ese estulto adjetivo que nuestros políticos emplean tan profusamente sin saber para qué, diríamos que era una institución “progresista”; porque la escuelita era mixta. Entonces, ni se nos ocurría pensar si la enseñanza era mejor con la separación de sexos o lo era compartiendo ambos los estudios sin mayor problema. Y, por supuesto, era impensable que en tantos pequeños núcleos de población hubiera dos escuelas para independizar los sexos. La triste realidad es que, hoy, creo que resultaría sorprendente que, en un pueblo tan pequeño, hubiera tanto como 20 o 25 niños y niñas, que es la cifra que yo conservo en la mente rememorando los que nos esperaban.
El recinto de clase se hallaba a pie de calle, no era preciso subir escaleras. Andrés abría la puerta y los niños entraban sin apresuramientos, con toda tranquilidad. La estancia no era muy espaciosa, pero sí suficiente para que cada alumno disfrutara de su pupitre. Tenía un gran ventanal al exterior que aportaba la claridad necesaria para todo lo que allí se hacía. Una estufa de leña, que ya no se encendía en la época de mis pasajeras estancias, supongo que aportaría el calor necesario para conseguir un ambiente aceptable a lo largo de las durezas invernales de aquellos tiempos.
Los alumnos pequeños disponían de la clásica pizarra y del pizarrín correspondiente, mientras que los mayores manejaban ya cuadernos, lápices y hasta pluma y tintero, éste situado en la parte delantera de cada pupitre.  En las paredes lucían los mapas de España y del mundo; el de España estaba duplicado: uno mostraba los accidentes de montes y ríos y el otro la distribución de las provincias y sus capitales. Y como era indispensable, en una pared se hallaba la pizarra grande, con sus tizas blancas y el generoso trozo de manta vieja para efectuar los borrados. Y también había un pequeño armario de madera, en el que Andrés guardaba algunos libros y materiales necesarios para la enseñanza.
Como comienzo de las actividades, todos de pie, con toda naturalidad, se rezaba un Ave María. Hoy, al hilo de la moda, se diría que se contravenía la libertad religiosa, pero allí no había ningún problema; todos los alumnos eran católicos.
Para mí, todo era nuevo. Claro que había estado asistiendo a clases desde los cuatro años, pero nada tenían que ver con aquello, porque en mi enseñanza siempre me había encontrado solo con niños y, además, todos del mismo nivel de conocimientos. Es cierto, como ya he dicho, que no se me ocurría que la mezcla de sexos planteara dificultad alguna, pero no dejaba de intrigarme cómo era posible organizar la enseñanza en un conjunto de edades que iban desde los cuatro o cinco años hasta los 14.
Sin embargo, qué bien y qué sencillamente tenía Andrés distribuido su tiempo para cada nivel. No puedo explicar aquí cómo lo conseguía, pero allí no había confusiones, ni pérdidas de tiempo; todos estaban ocupados permanentemente y la enseñanza discurría sin prisas, casi con familiaridad, pero con una gran eficacia.
Un ejercicio que me resultaba muy curioso era lo que llamaban “cálculo mental”, que se hacía con los ya mayorcitos. Andrés colocaba a los participantes en un círculo en cuyo centro se situaba él e iba preguntando a cada uno el resultado de cálculos que para mí presentaban una gran dificultad: 35 más 17, 42 menos 29, y cosas parecidas. Me sorprendía el acierto con que respondían los niños. Y no puedo olvidar algo que me llamaba mucho la atención, porque, entre los alumnos, había un niño ciego, totalmente ciego, y era quien jamás erraba en aquel intrincado y difícil cálculo. Recuerdo que se apellidaba Arzoz , y cuando en el año 1950, - unos siete años más tarde -, me tocó desarrollar mi trabajo de ingeniería en Pamplona, encontré aquel niño, ya en plena juventud, vendiendo los cupones de la “ONCE” en la Plaza del Castillo; se situaba en el lado de las escalerillas de la “Bajada de Javier”, hablé con él unas cuantas veces, rememoramos los tiempos de la escuela y comprobé que recordaba a su maestro, Don Andrés, con un inmenso cariño.
A media mañana se hacía el descanso del recreo, que no necesitaba de patios porque todo el pueblo, con su envidiable sosiego, era el mejor patio en que podrían disfrutar los niños. En el recreo se jugaba a todo lo que se conocía entonces. En general, muchos niños se inclinaban por la pelota en el pequeño frontón que se encontraba  cercano a la escuela, unas niñas saltaban a la comba y había también un grupo mixto que prefería el irulario. Supongo que si hoy se pregunta a cualquier niño, - de ordenador, consola y móvil -, cómo se jugaba al irulario se nos quedaría mirando en silencio como si le habláramos de algo tremendamente complicado. Pero hay que ver la destreza que mostraban los niños de Arbeiza en los avatares de aquel viejo juego.
No voy a explicar ahora con detalle todas las reglas que gobernaban su desarrollo, pero diré cuáles eran los elementos necesarios para su disfrute. El principal era un palito como de un centímetro y medio de diámetro y unos 15 de longitud; estaba apuntado en sus dos extremos con dos alargadas formas cónicas. El otro componente necesario era una paleta de madera, parecida, en su tamaño y forma, a las del ping-pong. El juego consistía en lo siguiente: El palito se situaba en el centro de una circunferencia que se trazaba en el suelo. Después, con el borde, o canto, de la paleta se golpeaba en cualquiera de los extremos cónicos del palito, y éste salía volando en sentido vertical; entonces había que aprovechar su vuelo para golpearlo con la paleta y lanzarlo a la máxima distancia posible. El contrincante debía tratar de devolver el palo hasta la circunferencia lanzándolo a brazo, por lo cual era importante que el primer golpeador consiguiera colocarlo lo más lejos posible. Pues bien, en este primer cometido del lanzamiento, destacaba una niña que poseía una habilidad que nadie conseguía superar. Su nombre, si no me equivoco, era Inés Asarta;  creo que hubiera podido ser una excelente deportista, pero ignoro totalmente la vida que llevó.
Hoy, rememorando aquellos lejanos tiempos, se me plantean algunas preguntas: ¿Se divertían menos aquellos niños, con los sencillos juegos de entonces, que los actuales con todos sus artilugios tecnológicos? ¿Eran más o menos sanos para su naturaleza que los sedentarios de hoy? ¿Era más conveniente acudir a la escuela en su propio pueblo o hacerlo, como ahora, desplazándose, todos los días, hasta la concentración escolar de Estella? ¿Consiguen, los niños actuales, un nivel de aprendizaje superior al que lograban los niños de maestro único para todas las asignaturas?
Soy consciente, como ya he dicho, de que hoy, en Arbeiza, no sería posible mantener una escuela en aquellas condiciones porque, con toda seguridad, no habrá un número de niños para justificarla. Pero yo, en principio, no dejo de lamentar la situación actual que, en conjunto, la creo más desfavorable no solo para el aprovechamiento escolar, sino también para la propia comodidad de los niños y la tranquilidad de sus familiares.
Andrés, no sé exactamente las razones, se trasladó a Barcelona para seguir impartiendo su enseñanza. Y hace aproximadamente unos diez años, en nuestra reglamentaria visita veraniega a Estella, se me dio la triste noticia de su muerte. Para él guardo un recuerdo lleno de gratitud y afecto, que lo extiendo a todos aquellos sufridos  maestros rurales, que se veían forzados a acudir a los pueblos con sus bicicletas o sus ciclomotores, con frío o con calor, para impartir su valiosa enseñanza en unas condiciones que hoy consideraríamos de inaceptable penuria.
De los que yo llegué a conocer ejerciendo en Estella recuerdo a Don Edilberto Onieva, Doña Felisa Aldaz, Doña Margarita Beruete, Don Antonio Garayoa, Don Eulalio Armendáriz, y muchos otros que debería citar y de los cuales, aunque conservo su imagen en la mente, no sucede así con sus nombres.
Aunque a nosotros no nos parecía fácil creerlo, Javier y yo aprobamos la convocatoria sin ningún problema, e incluso obtuvimos algunas calificaciones que podríamos llamar “brillantes”.
Mi vida laboral ha terminado hace muchos años. La ingeniería me ha proporcionado numerosas satisfacciones, y el trabajo, con sus considerables variantes, me ha resultado placentero y lleno de interés. Doy por muy bien empleados los esfuerzos que hubo que realizar para llegar a la meta, y sobre todo, mantengo siempre un cupo de inmensa gratitud para mi madre, sin cuya sacrificada ayuda nada hubiera podido yo hacer.
¿Cómo hubiera sido mi vida en el ámbito del Magisterio? La verdad es que, más de una vez, he pensado en ello y creo que no me hubiese costado mucho adaptarme a una escuela rural en la montaña de Navarra. Yo no tenía grandes aspiraciones de encumbramientos y en el campo me sentía perfectamente acomodado. Sin embargo, como ya lo he dicho en otras ocasiones, me resulta reconfortante la consideración de haber desarrollado en mi vida todos los sueños que mi pobre padre no pudo llevar a cabo y que, por ello, los deseaba para mí. Doy gracias a Dios por todo.


Joaquín Mª Boneta Senosiáin, 96 años, maestro en la Escuela Rural de Arbeiza en el año 1943 y autor del libro "Recuerdos estelleses" (1981).

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